28 de enero de 2008

Fondos soberanos, flujos de capitales y crisis imperiales.

Se han dado muchas explicaciones para explicar el declive y caída del Imperio Romano, pero uno de los factores menos evidentes y que al parecer tuvo un destacado papel en la perdida de valor del numerario, el desplome del poder adquisitivo de sus ciudadanos –todo ello denominado inflación- y en la crisis de confianza en las instituciones del Estado Romano, vino causado por el incesante flujo de capitales fuera de las fronteras del Imperio cuyo destino principal era el Lejano Oriente. Los mercaderes pudieron ser quizás más letales que las hordas de bárbaros cabelludos a galope tendido y armados de pesadas espadas.

Algunos historiadores citan concretamente como punto de arribada de este río de dinero, a los emporios comerciales del sub-continente indio, cuyos comerciantes sólo admitían pagos en metales preciosos a cambio de sus exclusivos y demandados productos. La refinada élite romana bajo imperial, tan sedienta de lujos como nosotros de petróleo, pagaba su peso en oro y plata por las sedas, las especias y los perfumes de Oriente. Y el Imperio acabó endeudado y descapitalizado.
¿No les suena? Últimamente han saltado a las páginas de los diarios, a los foros de Internet y a las preocupadas tertulias de muchos, la enorme importancia que han adquirido los denominados “fondos soberanos” casi todos asiáticos, comenzando por los domiciliados en los lujosos palacios de Arabia, en el río revuelto de los mercados de valores.
Son ya a día de hoy los propietarios de un buen porcentaje de los activos –de la riqueza- que se pueden comprar y vender en los mercados de capitales, sobre todo en el del Imperio de hoy. Occidente, con su principal superpotencia a la cabeza, está endeudado hasta las cejas, para poder financiar el desaforado nivel de consumo de sus millones de ciudadanos. Lo que en tiempos del Imperio Romano, consiguieron unos pocos “potentiores” lo hacemos ahora entre todos. Si no, miren cada uno en sus casas: desde un tenedor, pasando por los juguetes de nuestros hijos, hasta el más sofisticado aparato electrónico, lleva el inevitable sello de “made in China”. Y claro está, ahora estamos de liquidación y nuestro oro y nuestra plata han acabado precisamente allí.

Parece ser que al final la Historia se repite en el fondo, aunque nunca en la forma.

Sobre iconoclastia y fronteras culturales.

Al hilo del post anterior, ¿por qué no debería haberme sorprendido tantísimo Orhan Pamuk en su novela?
En primer lugar, la sorpresa más difícil de explicar es el tabú de la representación de la figura humana, siguiendo al Islam más estricto, que deviene de la iconoclastia.
Deviene de la iconoclastia así como el Islam deviene del tronco monoteísta que comparten el judaísmo y el cristianismo.

Cuando ponemos en un buscador la palabra “iconoclastia” casi todos los resultados nos remiten exclusivamente a las convulsas controversias religiosas acaecidas en el seno del Cristianismo tan solo en el Imperio Bizantino. Y sólo en un periodo muy concreto –los siglos VII y VIII d.C. - en el cuál cobraron enorme relieve y cuando incluso esta facción religiosa llegó a imponerse allí temporalmente.
Temporalmente, digo, en lo que iba quedando de Imperio, ya que es curioso que en las extensas zonas de Oriente y Norte de África que ya habían pasado a manos del Islam, el movimiento iconoclasta gozaba –y goza- de buena salud, ya que la prohibición del culto a las imágenes es uno de los rasgos definitorios del Islam. Y de su arte.

Pero también en nuestro arte se alternan desde la Edad Media periodos recargados, con periodos austeros. Y si hablamos de arte, estamos hablando de religión(es) y de la decoración de los centros de culto que son principalmente las iglesias, donde la iconoclastia ha acabado imponiéndose, como un insidioso silencio visual, en las iglesias protestantes.

Claro, como del Imperio Bizantino de algún modo hemos olvidado que fue el continuador de nuestro Imperio Romano y como además es un Imperio que finalmente desapareció para albergar un Imperio islámico...
Pues eso. Que al poner fronteras a la Historia perdemos la perspectiva y al perderla quedan zonas de sombra. Zonas oscuras en la Historia.

25 de enero de 2008

Iconoclastia y tradición cultural.

Estos días he estado leyendo la novela del escritor turco Orhan Pamuk “Me llamo Rojo”. La trama es en principio sorprendente, vista hoy desde mi orilla del Mediterráneo, y es sobre el porqué de mi sorpresa de lo que quiero hablar.

En el siglo XVI un grupo de ilustradores reciben un encargo secreto del Sultán: “El Sultán Escudo del Mundo quería demostrar en el milenario de nuestro calendario que tanto él como su estado podían usar las maneras de los francos tan bien como ellos mismos”.

A pesar del secretismo y de que los ilustradores trabajan separados en sus casas, uno de los miembros del selecto grupo aparece salvajemente asesinado en el fondo de un pozo. ¿Cómo se entiende?

Parece ser que el encargo no sólo:
1.-Violaba las reglas del Islam más estricto, sino que
2.-también atacaba la rígida tradición de los ilustradores de aquel ámbito cultural, ancladas en la copia de modelos de antiguos maestros.

Uno de los protagonistas había viajado a Venecia como embajador del Sultán y confiesa como arrepentido que mirando una galería de cuadros “Un día me encontré una pintura en la pared de un palacio que me dejó estupefacto. Ante todo la pintura era la imagen de alguien, de alguien como yo. Era un infiel, por supuesto, no uno de los nuestros. […]Los maestros italianos habían descubierto métodos y técnicas para poder diferenciar a un hombre cualquiera de los demás, no gracias a sus ropas y a sus condecoraciones, sino a los rasgos de la cara. A eso se le llamaba retrato.”

Más adelante, Pamuk pone de manera reveladora, en boca de un árbol pintado en una hoja perdida, que estaba destinada a formar parte de un libro: “Estos pintores francos pintan de tal manera las caras de sus reyes, sacerdotes, señores, e incluso señoras, que si miráis la pintura luego podríais reconocerles por la calles.[…] Pintar según las nuevas formas requiere tanta habilidad que si reproduces uno de los árboles de este bosque cualquier curioso que viera la pintura y luego viniera hasta aquí debería poder diferenciar ese árbol de los otros si quisiera”. La sola idea de verse así representado horroriza al árbol “…no porque tema que de haber sido pintado a la manera de los francos todos los perros de Estambul […] se me habrían meado encima. Sino porque yo no quiero ser un árbol si no su significado.”

Queda patente pues la distancia cultural que por entonces ya existía entre el entonces militarmente poderoso y expansivo Imperio Otomano que llamaba a cañonazos a las puertas de Europa y los Reinos y Estados europeos, inmersos en pleno Renacimiento.

Pero bien pensado lo que realmente es sorprendente es mi propia sorpresa, pues se debe quizás a que aprendemos más historia nacional, o de lo que consideramos nuestro, y no de nuestra cultura, a la que tendemos a poner fronteras.