11 de abril de 2008

LAS CRONICAS DE UN ASUNTO CASI OLVIDADO. Parte 3.

(...sigue...)
Dos días después, llegado el lunes, Gonzalo había terminado de desayunar y cogiendo su muy querida gabardina y una carpeta con apuntes, salió de casa para ir trabajar. Entraba cada día a las diez en punto, muy cerca de donde ahora vive, en una tienda de antigüedades del Barrio Gótico: la Galería Gamisans. El local ocupaba parte de una vieja Sinagoga, desalojada de sus fieles cientos de años atrás, por la intolerante arremetida de quienes no quisieron compartir la ciudad con gentes de otra religión a las que culpaban de toda suerte de males. Luego, había sido un almacén de granos antes de que el padre del actual propietario la comprara al tratante de cereales y convirtiera aquellas cuatro paredes en un próspero negocio. Entre semana nunca había mucha faena, ya que no eran frecuentes los clientes, y Gonzalo se pasaba la jornada catalogando y etiquetando el poco material nuevo que les iba llegando. También ayudaba con la contabilidad y los trámites administrativos y fiscales del negocio, en manos de un gestor.
Dos años atrás, con treinta casi cumplidos y a punto de ahogarse en el marasmo de dudas de quien claramente ha equivocado su vocación, Gonzalo decidió dar un giro a su formación después de un largo periodo de preparación en la Escuela Universitaria de Estudios Empresariales, donde había conseguido el prestigioso título honorífico de Alumno Decano. Su familia respiró aliviada al conocer que se había matriculado, esta vez, en la Facultad de Derecho y su madre aportó gustosa los fondos necesarios para subvenir a los gastos del curso, cosa que haría en lo sucesivo sin hacer demasiadas preguntas. Temieron que su único hijo varón y continuador de la saga –su padre era notario con plaza en la Ciudad Condal-, fuera a extraviar su carrera definitivamente en los tortuosos vericuetos de las poco lucrativas Humanidades. Lo que ni siquiera conocían aún es que era concretamente en la Escuela de Criminología de dicha Facultad donde estaba cursando sus estudios su ya granado retoño.
La mayor distracción de la mañana en la quietud de la tienda, escasa de visitantes, era a menudo Paulina, la chica encargada de la limpieza. Gonzalo la miraba de reojo mientras se movía aquí y allá con sus trapos y fregonas. En un momento dado, la mujer se dio la vuelta y le sonrió rompiendo sus pensamientos y bajándole a la realidad. Había frotado cuidadosamente el marco dorado, recargado de filigranas, del bodegón que Gonzalo tenía enfrente de su mesa desde que empezó a trabajar en la tienda. Ya debe estar a punto de acabar por hoy, pensó Gonzalo. Viene cada dos días y a las once se va, dejándole casi siempre solo hasta la hora de comer.
-Estoy seguro de que si no damos vendido ese dichoso bodegón es por culpa de este horrible marco –le dijo Gonzalo a Paulina y ella asintió con la cabeza corroborando la tajante afirmación.
-¿Dónde quieres que ponga la caja?
-¿La caja? ¿Qué caja?
-Hay una caja con libros, venían dentro de un mueble… son viejos, el Sr. Gamisans me dijo que no la tirara…
-Aquí casi todo es viejo, empezando por el Sr. Gamisans –le contestó Gonzalo lacónico, levantando por un momento la vista de sus apuntes.- Déjala ahí mismo, en el rincón, miraré si hay algo que interese.
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Al entrar en la cafetería, Andrés se sintió como en el hogar. Quizás la sonrisa franca de la propietaria, o la iluminación del local contribuyeran a ello. Pidió un café americano y se sentó en una de las mesas de madera, junto al ventanal que daba a la calle. Había tres hombres de mediana edad hablando animadamente pero sin estridencias, de algo relacionado con su trabajo en una fábrica. El café llegó enseguida, con dos sobres de azúcar en el platillo, que fueron de inmediato a mezclarse con el mar negro y caliente que colmaba la taza. Andrés miró el torbellino que al mover la cucharilla formaba el café, como seguramente habían hecho millones de personas desde que el negro estimulante arribara a Europa. Su mente empezó a viajar a Turquía, a Arabia al reino de los Nabateos, su mirada se perdía en las tierras áridas, ocres y rojizas del Yemen. Un poco de líquido que se derramó en la mesa, le hizo reaccionar y volver al tiempo y al espacio presentes.
El libro que le había pasado Gonzalo le intrigaba, lo llevaba en el bolsillo de la parka desde que se lo diera el día anterior y ya lo había empezado, primero cauto y escéptico, luego devorándolo. Lo sacó poniéndolo encima de la mesa, sorbió un poco de café de su taza y mientras recibía el cálido aroma penetrando por las ventanas de su nariz, pasó la mano por la portada, bastante deteriorada y lo abrió: “Ignacio Olagüe: La revolución islámica en Occidente, Fundación Juan March, ediciones Guadarrama, 1974.”
Gonzalo le explicó que su jefe, el Sr. Gamisans, lo había apartado de un lote de libros que estaba en una cómoda que les había llegado y le dijo que se lo diera.
-A tu amigo ese, el profesor de la “Uni”, le puede interesar –comentó-. Es un libro de historia agotado, imposible de encontrar hoy en día. Historia con mayúsculas, sí.


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"Cuando abandona el turista el Patio de los Naranjos y penetra en la Mezquita de Córdoba por el gran arco de herradura que encuadra su entrada principal, se encuentra de repente ante unas vistas insospechadas. Descubren sus ojos un bosque de columnas plantadas de modo simétrico. Sobrecogido por una atracción poderosa que le obliga a ir más y más adelante, queda sorprendido desde los primeros pasos por el aliento de un soplo extraordinario, como si le rozara la cara el alma de este templo misterioso. A pesar suyo, he aquí que se siente arrastrado hacia un mundo desconocido, el cual podrá extraviar al irreflexivo, pero que fascina al espíritu sensible y advertido. Desconcertado, pronto comprende su incapacidad para establecer asociaciones de ideas entre estas impresiones tan fuertemente sentidas y su experiencia visual o el recuerdo de sus lecturas. Más o menos inconscientemente según su agudeza, percibe que no puede anudar relación alguna entre lo que contempla y las obras maestras de las civilizaciones antiguas de las cuales conserva en su memoria una visión indeleble: el Panteón, Santa Sofía, las góticas catedrales... […] Mas, ¡cuán suspenso hubiera quedado nuestro viajero si alguien interrumpiendo su soñarrera le hubiera susurrado al oído que era ya hora de despertar! Pues no habían conquistado los árabes esta ciudad y, con certeza, jamás construido este maravilloso monumento. "
Prólogo de “La revolución islámica en Occidente” de Ignacio Olagüe.

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Bebió una vez más y detuvo su vista en un perchero de madera que tenía delante y del cual colgaba un paraguas negro de los de punta en pararrayos. Paseó una mirada pausada por él y vio que estaba perfectamente encartado, colgado y señalando con su punta a un paragüero que estaba justo debajo. Era evidente que el paraguas, como él mismo, tampoco estaba en su sitio. Esa misma sensación le duraba desde que la tarde anterior comenzara a leer el prólogo del libro. Algo en la historia de España, en uno de los momentos más relevantes y decisivos, no estaba tampoco en su sitio, las piezas ya no encajaban bien y así iban a quedarse a partir de ese momento.

(continuará…el viernes 18 de abril)

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