25 de enero de 2008

Iconoclastia y tradición cultural.

Estos días he estado leyendo la novela del escritor turco Orhan Pamuk “Me llamo Rojo”. La trama es en principio sorprendente, vista hoy desde mi orilla del Mediterráneo, y es sobre el porqué de mi sorpresa de lo que quiero hablar.

En el siglo XVI un grupo de ilustradores reciben un encargo secreto del Sultán: “El Sultán Escudo del Mundo quería demostrar en el milenario de nuestro calendario que tanto él como su estado podían usar las maneras de los francos tan bien como ellos mismos”.

A pesar del secretismo y de que los ilustradores trabajan separados en sus casas, uno de los miembros del selecto grupo aparece salvajemente asesinado en el fondo de un pozo. ¿Cómo se entiende?

Parece ser que el encargo no sólo:
1.-Violaba las reglas del Islam más estricto, sino que
2.-también atacaba la rígida tradición de los ilustradores de aquel ámbito cultural, ancladas en la copia de modelos de antiguos maestros.

Uno de los protagonistas había viajado a Venecia como embajador del Sultán y confiesa como arrepentido que mirando una galería de cuadros “Un día me encontré una pintura en la pared de un palacio que me dejó estupefacto. Ante todo la pintura era la imagen de alguien, de alguien como yo. Era un infiel, por supuesto, no uno de los nuestros. […]Los maestros italianos habían descubierto métodos y técnicas para poder diferenciar a un hombre cualquiera de los demás, no gracias a sus ropas y a sus condecoraciones, sino a los rasgos de la cara. A eso se le llamaba retrato.”

Más adelante, Pamuk pone de manera reveladora, en boca de un árbol pintado en una hoja perdida, que estaba destinada a formar parte de un libro: “Estos pintores francos pintan de tal manera las caras de sus reyes, sacerdotes, señores, e incluso señoras, que si miráis la pintura luego podríais reconocerles por la calles.[…] Pintar según las nuevas formas requiere tanta habilidad que si reproduces uno de los árboles de este bosque cualquier curioso que viera la pintura y luego viniera hasta aquí debería poder diferenciar ese árbol de los otros si quisiera”. La sola idea de verse así representado horroriza al árbol “…no porque tema que de haber sido pintado a la manera de los francos todos los perros de Estambul […] se me habrían meado encima. Sino porque yo no quiero ser un árbol si no su significado.”

Queda patente pues la distancia cultural que por entonces ya existía entre el entonces militarmente poderoso y expansivo Imperio Otomano que llamaba a cañonazos a las puertas de Europa y los Reinos y Estados europeos, inmersos en pleno Renacimiento.

Pero bien pensado lo que realmente es sorprendente es mi propia sorpresa, pues se debe quizás a que aprendemos más historia nacional, o de lo que consideramos nuestro, y no de nuestra cultura, a la que tendemos a poner fronteras.

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