Estos días he estado leyendo la novela
del escritor turco Orhan Pamuk “Me llamo Rojo”. La trama es en
principio sorprendente, vista hoy desde mi orilla del Mediterráneo,
y es sobre el porqué de mi sorpresa de lo que quiero hablar.
En el siglo XVI un grupo de
ilustradores reciben un encargo secreto del Sultán: “El Sultán
Escudo del Mundo quería demostrar en el milenario de nuestro
calendario que tanto él como su estado podían usar las maneras de
los francos tan bien como ellos mismos”.
A pesar del secretismo y de que los
ilustradores trabajan separados en sus casas, uno de los miembros del
selecto grupo aparece salvajemente asesinado en el fondo de un pozo.
¿Cómo se entiende?
Parece ser que el encargo no sólo:
1.-Violaba las reglas del Islam más
estricto, sino que
2.-también atacaba la rígida
tradición de los ilustradores de aquel ámbito cultural, ancladas en
la copia de modelos de antiguos maestros.
Uno de los protagonistas había viajado
a Venecia como embajador del Sultán y confiesa como arrepentido que
mirando una galería de cuadros “Un día me encontré una pintura
en la pared de un palacio que me dejó estupefacto. Ante todo la
pintura era la imagen de alguien, de alguien como yo. Era un infiel,
por supuesto, no uno de los nuestros. […]Los maestros italianos
habían descubierto métodos y técnicas para poder diferenciar a un
hombre cualquiera de los demás, no gracias a sus ropas y a sus
condecoraciones, sino a los rasgos de la cara. A eso se le llamaba
retrato.”
Más adelante, Pamuk pone de manera
reveladora, en boca de un árbol pintado en una hoja perdida, que
estaba destinada a formar parte de un libro: “Estos pintores
francos pintan de tal manera las caras de sus reyes, sacerdotes,
señores, e incluso señoras, que si miráis la pintura luego
podríais reconocerles por la calles.[…] Pintar según las nuevas
formas requiere tanta habilidad que si reproduces uno de los árboles
de este bosque cualquier curioso que viera la pintura y luego viniera
hasta aquí debería poder diferenciar ese árbol de los otros si
quisiera”. La sola idea de verse así representado horroriza al
árbol “…no porque tema que de haber sido pintado a la manera de
los francos todos los perros de Estambul […] se me habrían meado
encima. Sino porque yo no quiero ser un árbol si no su significado.”
Queda patente pues la distancia
cultural que por entonces ya existía entre el entonces militarmente
poderoso y expansivo Imperio Otomano que llamaba a cañonazos a las
puertas de Europa y los Reinos y Estados europeos, inmersos en pleno
Renacimiento.
Pero bien pensado lo que realmente es
sorprendente es mi propia sorpresa, pues se debe quizás a que
aprendemos más historia nacional, o de lo que consideramos nuestro,
y no de nuestra cultura, a la que tendemos a poner fronteras.
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