22 de mayo de 2008

LAS CRÓNICAS DE UN ASUNTO CASI OLVIDADO. Parte 9.

(...sigue...)
Durante la misa de media noche en la Basílica Mayor, no sólo la preocupante situación del Reino sobrecogía el ánimo del Obispo Oppas. Otros asuntos políticos que podían afectarle de manera más directa inquietaban su sueño desde que Róderic, sentara sus reales en el trono de Toleto. Mientras fue Dux de la Bética, a la sombra del Rey Witiza, había mantenido la paz y el orden con una hábil combinación de imparcialidad y mano dura, eludiendo siempre los asuntos confesionales. Ahora, vendida su alma al diablo trinitario, Roma había comprado su espada y le había dado a cambio la Corona, apartando así a los hijos de Witiza, sus sobrinos menores de edad, de la sucesión. Y a los Obispos que todavía eran arrianos, del poder. ¿Tendrían que volver a entrar las ovejas en el redil, como dijo el apóstata Recaredo[1]?, se preguntaba Oppas, indignado, mientras enumeraba mentalmente lo que había leído y releído en las Actas de aquel Concilio infame en que muchos godos abjuraron públicamente de su fe:

“Todo el que persista en conservar la fe y comunión arriana o no la rechace de todo corazón, sea anatema.
Todo el que negare que el Hijo de Dios y Señor nuestro, Jesucristo, es eterno y consustancial al Padre y engendrado de la paterna sustancia sin principio, sea anatema.
Todo el que no hace distinción de personas entre Padre, Hijo y Espíritu Santo o, por el contrario, no reconoce unidad de sustancia en Dios, sea anatema.
Quien aseverare que el Hijo y el Espíritu Santo son inferiores en grados de divinidad al Padre o que son criaturas, sea anatema.
Quien no creyere que el Espíritu Santo es Dios verdadero y omnipotente como el Padre y el Hijo, sea anatema.
Todo el que no dijere: ‘Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo’, sea anatema.
Sean, pues, condenadas en el cielo y en la tierra todas las cosas que la Iglesia romana condena y sean admitidas en la tierra y en el cielo todas las que ella admite; reinando nuestro Señor Jesucristo, a quien con el Padre y el Espíritu Santo sea dada honra y gloria por todos los siglos de los siglos. Amén.”


-¡Anatema! -murmuraba entre dientes, sentado en su escaño al lado del altar, mientras los sacerdotes que le auxiliaban en la misa entonaban los cánticos, de espaldas a los fieles y separados de estos por un cancel.
Su respiración se agitaba y su cuerpo se estremecía al recordar que Recaredo había ultrajado además a los arrianos[2] expulsándoles del Templo de Corduba[3], convirtiéndolo en la Iglesia católica de San Vicente y poniendo a su Obispo bajo la obediencia romana. El anterior Rey, sin embargo, había ido revirtiendo durante su reinado todas esas situaciones para él injustas, colocando a hombres de su entera confianza en puestos clave, tanto de la administración estatal como de la eclesiástica. Witiza convocó además un último Concilio en Toleto, el XVIII, que había vuelto a poner las cosas más cerca de su justo lugar.
Al ser ungido Róderic, Oppas había presentido que todo a su alrededor se vendría abajo si no actuaba rápidamente para detener la mano de sus oponentes: su posición privilegiada con todos los peligros para él y para su familia que esto podría conllevar, incluso su pública relación conyugal podrían terminar si, como se rumoreaba, el Rey convocaba finalmente un nuevo Concilio para anular el anterior.

[1] Rey entre 586 y 601, que se convirtió al catolicismo, abjurando de la religión arriana.
[2] Los arrianos eran miembros de una secta cristiana unitaria, que creían en un Dios único y no en la Trinidad. Fueron considerados heréticos por la Iglesia Católica de Roma. El arrianismo fue la religión oficial de los visigodos hasta la abjuración de Recaredo.
[3] Se refiere a la Iglesia que con posterioridad, en el siglo IX, sería convertida en la Mezquita de Córdoba.

(continuará...)

*Si lo deseas, puedes leer por orden de aparición las partes anteriores publicadas de la novela, seleccionando "Las crónicas de un asunto casi olvidado" bajo el epígrafe TEMAS TRATADOS de la barra lateral izquierda.

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