EXTINCIÓN - CAPÍTULO 1

 


Víctor no dejaba de darle vueltas a ese cartel, escrito a mano, que alguien había pegado en el respaldo de un asiento: El fin de este podrido régimen está cerca y es inevitable. Miró un momento la sucesión de imágenes, un polígono industrial roñoso entre dos poblaciones, que se sucedían ahora veloces a través de la ventanilla del vagón sucia y entelada por coloridos grafitis. El tren había permanecido parado un buen rato en la estación precedente, como siempre, sin un motivo explicable aparente. El día había amanecido gris y neblinoso. El sol apenas había asomado tímidamente entre las nubes a mediodía esparciendo una tenue luz lechosa a la caída de la tarde.

Finalmente había conseguido llegar a casa usando el transporte público, viajando como casi siempre incómodo y de pie en un vagón atestado, a pesar de la huelga de transportes que colapsaba una vez más las comunicaciones en casi todo el país. Eso sí, el correspondiente billete había tenido que pagarlo religiosamente igual, como si el servicio hubiera sido pulcro y puntual como Dios manda. Los que no estaban esta vez de huelga eran los cancerberos habituales que vigilaban las barreras de todas las estaciones. Víctor se preguntaba a menudo, si no le saldría más a cuenta a la compañía ferroviaria ahorrarse todos esos cientos de sueldos de vigilantes, el coste de las barreras, los controles de acceso, las máquinas expendedoras y los billetes, y dejar entrar a todo el mundo gratis. Al fin y al cabo el sempiterno déficit de tan mal gestionada compañía lo pagábamos al final los ciudadanos con nuestros impuestos y los mangantes habituales hacían lo que querían y se colaban de todos modos.

La cosa esos días estaba caliente, en Madrid había vuelto a haber disturbios y en Barcelona incluso algunos tiros. Corrían rumores de que tras las últimas elecciones federales, en Cataluña ya no se atendían las llamadas a la calma y una parte de la población, hastiada, había decidido ir más allá y enfrentarse a la desobediencia civil y las algaradas callejeras que duraban ya algunos años y les hacían el día a día imposible. Abandonados por el gobierno, que incluso había retirado a la Policía Nacional de la región, algunos, unos pocos exaltados de momento, de los que se decía que pronto serían neutralizados, por lo visto habían decidido echar mano de las armas por su cuenta.

Por su parte, el País Vasco, con Navarra casi absorbida de facto -allí como que no era España-, hacía vida por su cuenta sin que ya casi nadie se acordaba demasiado de los avatares de aquellas regiones fuera de la murga de la llamada “caverna”, los diarios conservadores de toda la vida, que al igual que los de izquierdas estaban comprados por el dinero de la publicidad y las subvenciones institucionales que eran su único sustento y sin las cuales indefectiblemente quebrarían.

Toda la prensa generalista, las cadenas de radio y televisión, habían quedado reducidas a meros panfletos que apenas osaban criticar a ningún gobierno, ni estatal ni de ninguna de las múltiples taifas que de facto se habían repartido el país. Tampoco a las grandes empresas controladas por la banca y los fondos de inversión extranjeros, verdaderos propietarios de todo y de todos a través de los instrumentos de deuda con los que los mantenían esclavizados. Estos nunca perdían dinero, pues acababan cambiado dinero impreso de la nada por las riquezas reales del país.

Fuera de esto lo único que sobrevivía como prensa libre eran pequeños medios apostados en redes sociales, constantemente acosados por sucesivas leyes anti-fake y por las políticas de las propias plataformas tecnológicas donde estaban alojados, que los sometían arbitrariamente a censura según sus intereses. A pesar de todo, era a estos canales a los que la mayoría de la gente recurría para intentar informarse, tratando de separar, cada uno según su criterio, el grano de la paja.

Víctor tenía frío, su piso, poco más que una buhardilla con dos habitaciones, el ático de un edificio de tres plantas sin ascensor con vistas a las ventanas de los bloques cercanos, estaba helado. Muy frío en invierno y tórrido en verano debido al mal aislamiento de la cubierta. Por suerte goteras no había, de momento. También por suerte, quedaba lejos de todo lo que estaba pasando: una pequeña ciudad de provincias en medio de ninguna parte.

Resistió de momento la tentación de encender el único radiador que colgaba debajo de una ventana del salón-cocina americana, que también era su despacho desde hacía un tiempo y desde el cuál escribía para su blog y preparaba sus charlas. Esa tarde había ido a presentar una ponencia invitado por el Círculo para la Democracia de la localidad, Mascotas y modelos sociales. Medio aforo, casi todo mujeres de la sección Animalista-Vegana, pelos de colores en un centro cívico de un barrio del extrarradio. Tres o cuatro tíos, también, mediana edad, descuidadas barbas entrecanas y ropa ancha y arrugada de supuestos tejidos naturales. Roña y poca higiene, en definitiva, pensó. Sospechaba que, más que verdaderos creyentes en la causa, andaban por allí a ver si podían pescar algo, aunque lo de la “pesca” estaba particularmente difícil hacía ya años, pues cualquier intento de ligoteo al viejo estilo se había convertido en un deporte de alto riesgo que podía llevar al intrépido pescador a las puertas del juzgado.

En resumidas cuentas, hora y media de monótono speech sin apenas preguntas ni debate al finalizar, nada de catering para picar en una sala de actos pequeña, iluminada por filas de fluorescentes que daban una luz blanca de mortecino funeral. Era consciente de que había despertado más bien poco interés, eso estaba claro, lo cuál podía importarle un pito, aunque no que no hubiera acudido la directora del instituto en el que había estado trabajando unos meses como interino de la asignatura de Economía antes del verano, y a la que había invitado personalmente por Whatsapp. Para Víctor era importante que hubiera ido, que hubiera visto con sus propios ojos su implicación con una sociedad abierta y plural, donde todos, hasta las mascotas tenían sus derechos respetados. Esperaba haber podido renovar ya su contrato temporal para este curso, pero de momento esperaba en vano.

Todavía con el abrigo puesto rodeó la barra que hacía de separación y rebuscando en un armario sacó de una cajita un sobre de sopa preparada, “calentar y listo” para meter en el estómago algo que le reviviera un poco el ánimo. Ni siquiera se fijó si sería crema de champiñones o de espárragos, lo mismo daba. Click de la campanita del microondas y con la taza bien caliente entre las manos se acurrucó en el sofá en la penumbra bajo la luz indirecta del foco de la cocina, mirando absorto la pantalla plana de un televisor que de momento mantenía apagado. Nada interesante que ver, seguramente, y la electricidad no estaba para nada barata como para malgastarla en tonterías.

A la mañana siguiente, aterido, dormido en el sofá, un sol invernal bajo y esquinado se cuela por las rendijas de la persiana, obligándole a abrir los ojos embotados. A juzgar por la claridad que entra deben de ser más de las diez y con desgana decide levantarse, en realidad acuciado por su vejiga -cosas de la edad- a punto de reventar. Aliviado, ya de nuevo en la cocina, con un trozo de magdalena barata de supermercado entre dientes y luchando con la rosca de la cafetera italiana comprada en los chinos que nunca ajusta bien, recibe un mensaje de voz de su madre, una anciana que sólo vive y por este orden, para cobrar cada mes su jubilación, para sus eternos achaques que nunca acaban de llevársela por delante gracias a los denodados desvelos de su doctora de cabecera a la que visita con un motivo u otro todas las semanas, pero sobre todo para que le renueve las recetas, y finalmente para su antipático chucho, al que colma de mimos y atenciones como si fuera su verdadero hijo predilecto. Le dice que vaya hoy a comer, va a hacer guiso de cordero con patatas -para él y para Milord, el perrete, que también le gusta mucho-, y que tiene que explicarle algo.

No tiene ninguna gana de verla, tampoco de moverse de casa, pero la perspectiva de una comida bien hecha, aunque sea a pachas con un perro le motiva a aceptar, aunque a cambio tenga que escuchar los eternos rollos de siempre y soportar los histéricos ladridos y los amagos de morderle los tobillos del jodido can usurpador del hogar de su perdida infancia.

Como se iba temiendo, lo que tenía que contarle su madre no iba a hacerle ninguna gracia. Por eso esperó a la sobremesa, al momento del café, para presentarle los hechos consumados. Eso sí, de inicio aprovechó para reprocharle una vez más -su madre era de las que pensaba que era mejor empezar las peleas dando el primer golpe por si acaso-, que nunca hubiera sido capaz de mantener una relación estable con una buena chica que le hubiera dado algún nieto de cuyo futuro preocuparse, aunque reconocía que muy pocas de sus amigas los habían tenido y alguna que los tenía casi ni los veía pues vivían a miles de kilómetros en el extranjero a donde sus padres habían tenido que migrar -lo de emigrar ya no se usaba-, en busca de un futuro mejor que no podía darles este arruinado y envejecido país.

Con uno de aquellos programas de tarde de fondo, trufado de anuncios en carrusel a cada momento, en los que todo el mundo se desgañita gritando para tener razón, después del telediario y antes de la primera telenovela, su madre fue retirando los platos sin que Víctor se dignara a levantar el culo de su silla. Al fin y al cabo más que un hijo era ya un invitado en aquella casa, pensó. El perro, un bicho desconfiado por demás, no le quitaba ojo, enroscado en un mullido cojín de color verde junto al mueble de la tele.

Tenía narices que aquel felpudo con patas disfrutara del doble de metros cuadrados que los que él podía permitirse a cambio de sólo menear el rabo. Gozaba de pensión completa, peluquería canina y cuidados veterinarios aparte.

Sardónico, recordó por un momento su ponencia recién presentada en el Círculo no hacía ni veinticuatro horas, y por supuesto nada que ver la exposición pública de su tesis sobre los beneficios sociales de tener una mascota con lo que realmente pensaba en aquel mismo instante mientras clavaba sus ojos en los del animalucho tratando de sostener una guerra de miradas. ¿Hipócrita?, quizás esa era la palabra.

-Mira hijo, al final me he decidido y me lo he hecho, ¡lo de la hipoteca del piso para mayores que tanto anuncian en la radio!- le pasó a Víctor una carpeta, con diversos documentos y un acta notarial.

-¿En la radio?

-No hombre, un día fui al banco a cobrar la pensión y la directora, una joven muy amable, me hizo pasar a su despacho y me lo explicó. Que a mi me iría muy bien, que sería un buen dinero, y lo más importante que cuando yo no esté el piso queda para ti, ellos no se quedan con nada…

-Pero Mamá, -Víctor ojeaba, tratando de disimular su estupefacción, el mamotreto de papeles que su madre la había puesto junto a la bandeja con los cafés- esto tenías que habérmelo consultado a mi primero, ya sabes que los de los bancos sólo piensan en su negocio.

-No hombre, para que veas -le dijo abriendo la libreta bancaria y señalándole una línea con una cifra algo mayor de lo que él estaba cobrando de la ayuda al desempleo de larga duración-, ¡este mes ya me han ingresado la primera paga!

-Al fin y al cabo, hijo, tu ya tienes tu pisito y gracias a Dios que estás bien, -le dijo mientras le acariciaba la mano- y a mi para cuatro días que me quedan…ya me estoy mirando un viajecito o un crucero para después del verano.

Víctor puso los ojos en blanco y resopló vencido, vencido por la vida y sus circunstancias, dando por perdido el único patrimonio con el que podría contar como herencia en caso de que Dios no lo quisiera, le sucediera algo a su madre. Angustiado, no veía la manera como iba a hacer, llegado el momento, para levantar la hipoteca inversa y pagar a su vez los impuestos por la herencia. Eso, sí, ese día, ¡ese día!, ¡el perrete iría de cabeza a la perrera!, ¡que las perreras estaban subvencionadas por el ayuntamiento y salían gratis!





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