Aviso
de antemano que este va a ser un post muy sucio pues vamos a hablar
literalmente de la porquería.
Y
quisiera comenzar por algo que como no resulta tan obvio, no está de
más decirlo, escribirlo y hasta explicarlo: la falta de higiene y de
servicios sanitarios –sistemas de alcantarillado para evacuar y
alejar las aguas fecales, y ante todo, retretes,
aunque se trate de un simple agujero en el suelo en un lugar
apartado-, matan más personas en los países en desarrollo que
enfermedades tan renombradas como la malaria o el sida.
Sobre
todo niños, incapaces de superar una vulgar diarrea por falta,
primero de la higiene más básica y después de la atención médica
mínima imprescindible para neutralizar una trivial infección
intestinal. ¡Hoy en día mueren más niños por diarreas en el
mundo, que personas en las guerras! Y esto es así, no tanto por la
falta de agua potable o de medicamentos, sino básicamente por vivir
rodeados de excrementos humanos, que acaban por infectar el agua y
los alimentos que se consumen.
Un
porcentaje sorprendentemente alto de la población mundial carece de
cualquier tipo de letrina o similar, y algo tan sencillo de
solucionar aumentaría la esperanza de vida y limitaría mucho la
mortalidad infantil en los países más desfavorecidos del planeta.
El
hecho de que esto suceda ya implica en sí un alto grado de
corrupción.
Dicho
esto con la mayor seriedad, arremetamos ahora contra la suciedad de
por aquí cerca.
En
nuestro entorno cultural, podemos afirmar que la Historia de los
retretes es larga y azarosa, ya que de algún modo, desde tiempos muy
antiguos se tuvo bien clara la necesidad de mantener el problema
alejado, aunque tan sólo fuera de nuestras narices.
Supongo
que con el advenimiento de lo que conocemos como civilización,
estas, las narices, se volvieron más sensibles y bien pronto se
pusieron manos a la obra para atajar el problema. Y es aquí donde
hablaríamos de obras, de obras públicas –con comisión de por
medio o no-, ya que el diseño, construcción y mantenimiento de
sistemas de saneamiento integrales, desde el suministro y
canalización del agua necesaria, pasando por –debajo de- las
letrinas, hasta llegar a las cloacas y alcantarillas, ha de entrar en
el campo de interés de la arqueología en pie de igualdad con las
murallas, templos y anfiteatros.
Y
también en el campo de la economía y de los buenos negocios.
Sin
ir más lejos, Roma deja de ser una aldea como otra cualquiera en el
momento en que sus reyes de entonces dejan de ser tan sólo meros
sacerdotes y jefes militares y se convierten en constructores de
puentes, murallas y sobre todo cloacas.
La conocida como cloaca máxima fue construida por Tarquinio el Viejo
en el s. VI a.C. y puso a la futura metrópoli en situación de ser
una ciudad populosa desde la que se pudiera gobernar, comerciar y
sobre todo respirar.
Así,
no sé si podríamos afirmar que el Imperio se originó en las
cloacas, pero sí que las cloacas fueron una condición sine qua
non para que un Imperio civilizador como fue el romano pudiera
llegar a existir. Se habla mucho de los baños romanos, pero se
olvidan casi siempre las letrinas.
Yo,
que entiendo el acto de…, bueno, Uds. ya me comprenden, como algo
muy personal, que sólo puede ser llevado a cabo a solas con uno
mismo, me sentí muy impactado cuando supe de la existencia de las
letrinas públicas romanas. Incluso una vez pude asomarme a uno de
esos recintos en lo mucho que aún queda de las ruinas de la antigua
ciudad de Efeso, en la actual Turquía. Fue un viaje aquel, a
Turquía, interesante, apasionante, y lleno de sobresaltos, también.
Esas
letrinas comunitarias eran generalmente de pago y existían en todas
las urbes del Imperio. De su limpieza tenían cuidado esclavos y
libertos contratados ex profeso. A ellas acudían los
ciudadanos a sentarse allí los unos con los otros, como en un salón
y durante el propio acto de evacuar aprovechaban para conversar y
debatir sobre temas de actualidad, política, e incluso para cerrar
algún que otro negocio. No cabe decir que entonces como ahora, de
juntar la política con los negocios pueden devenir ciertas
corruptelas así que ¡qué mejor lugar para camuflar los malos
efluvios que desprende la corrupción de la res publica que
las ya de por si perfumadas letrinas!
En
la Hispania de hoy en día mantenemos la fea costumbre de juntar
política con negocios, puede que heredada de nuestros antepasados
romanos y de más allá. A Roma debemos mucho de lo mejor y de lo
peor de nuestra sociedad, de nuestras leyes y de nuestras costumbres.
Del
bien planificado urbanismo romano y de la historia posterior de las
ciudades en Europa (Londres, por ejemplo, fue una trampa mortal para
muchos de sus habitantes hasta bien entrado en el S. XIX) podemos
deducir que a partir de un cierto umbral de población, una ciudad es
inhabitable y hasta peligrosamente insalubre si carece de retretes,
de una red de alcantarillas adecuadas y si sus habitantes no observan
unas costumbres higiénicas mínimas.
Y
así mismo, a partir de un cierto umbral de corrupción una sociedad
es inviable, su sistema político insostenible, y el ambiente puede
llegar a hacerse irrespirable.
El
Emperador Vespasiano opinaba que el dinero –que él ganaba en
abundancia gracias a los impuestos que cobraba por las letrinas
públicas- no olía a nada, yo sin embargo pienso que cierto dinero
huele pero que muy mal. ¡Sic olet!
Publicado en Sta. Coloma de Gramanet, en la Provincia Tarraconense de Hispania, desde una biblioteca pública, construida con el dinero de nuestros impuestos que no nos robaron aquellos ladrones.
Para saber más (y mejor):
*TURNER 8P, Examinando lo innombrable, un estudio de la defecación, sobre el libro de Rose George: La mayor necesidad. Un paseo por las cloacas del mundo.