8 de junio de 2008

LAS CRÓNICAS DE UN ASUNTO CASI OLVIDADO. Parte 11.


CAPITULO IV. Conspiración.

Damián salió por una portezuela del Palacio Episcopal, la que comunicaba el claustro directamente con la calle, el antiguo Decumano Máximo, deslizándose al amparo de los soportales hasta la plaza. Al otro lado ya le esperaba la figura embozada que ocultaba la identidad del Obispo. La oscuridad de la noche cubría con su manto las calles de Ispali. Caminaron por las callejas estrechas, que conocían bien, orientándose hasta alcanzar la muralla exterior. Allí, en una zona despejada, bajo una de las torres cuadradas, estaba “la Taberna del Puerco”, conocida así en honor de su antiguo propietario, aunque el de ahora, dicen que no lo era tanto. En ella se oficiaba el sempiterno culto pagano a Baco, sin embargo el dios de ningún modo hubiera considerado de su agrado los ácidos caldos de la bodega. El antro estaba alumbrado con antorchas que dibujaban claroscuros de luces y sombras en sus paredes de piedra. Desprendía un vaho cálido y pestilente, a vino, comida rancia y humanidad. El suelo estaba cubierto de paja como si de un verdadero establo se tratara. Lleno de gente y ruidoso, la entrada de los dos personajes no llamó en absoluto la atención.
-Están allí -indicó Damián al Obispo, señalando a dos hombres recios, de negras cabelleras sujetas con una cinta de cuero y vestidos a la manera de los hispanos del norte, que estaban sentados en una mesa apartada tras un puntal de madera. Lucían generosos mostachos y miraron a Damián y Oppas con un cierto desdén cuando se acercaron para tomar asiento frente a ellos.
La conversación no duró mucho, pues Damián ya había aclarado los términos del trato con ellos anteriormente. Sólo habían venido a buscar una cosa y el Obispo extrajo una saca con monedas de debajo de su capote, depositándola encima de la mesa. Los dos vascones intercambiaron unas breves palabras en su ininteligible lengua y uno de ellos, el mayor, alargó su brazo y se hizo con ella rapazmente, evaluando el contenido por su peso, mientras sostenía la bolsa de cuero sobre las palmas de sus manos. Extrajo discretamente una de las monedas y la observó con atención a la luz del candil de terracota que iluminaba escasamente la rústica mesa. Sujetándola entre sus dedos, pasaba y repasaba la yema de su pulgar sucio, por encima del motivo de una de sus caras: una cruz sobre un pedestal.
-Dile a tu amo que cuando se retiren las tropas del Rey deben cesar los saqueos -le dijo Oppas, en tono autoritario, sin disimular un mohín disgustado, incluso despectivo, con sus interlocutores.
-Los vascones no tenemos amo, godo, no lo olvides nunca.

(continuará...)

*Si lo deseas, puedes leer por orden de aparición las partes anteriores publicadas de la novela, seleccionando "Las crónicas de un asunto casi olvidado" bajo el epígrafe TEMAS TRATADOS de la barra lateral izquierda.

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